Mercados, mi amor.
Cuando era niña, una de las cosas que más me gustaba era quedarme a dormir en casa de mis abuelitos maternos. Su casa siempre ha sido uno de mis lugares favoritos en el mundo: pocos han contenido tanta felicidad, calidez y seguridad como ella. Entre lo mejor de estar con ellos estaba ir al mercado: un típico mercado de las colonias viejas de la Ciudad de México.
En ese entonces lo que más me gustaba de ir al mercado eran los juguetes baratos que vendían en los primeros puestos; la nieve de limón color verde intenso que siempre me compraba mi abuelito; las piñatitas y piñatotas que colgaban de los postes superiores de los puestos; las bolsas de jícama, zanahoria, pepino, sandía y piña que vendían en un puesto en el que cinco hermanos trabajaban ordenadísima y eficazmente echándole limón y el chile que eligieras a tu bolsita (del que picaba poco o del que picaba mucho); el chicharrón colgando en el puesto de carne; los cocteles de camarones del puesto de mariscos; ver cómo aplastaban las pechugas de pollo; ir por las tortillas calientitas (soy de las mexicanas bendecidas que recibían una tortillita, recién hecha, con sal de manos de su abuelita); el caballito al que le ponías una moneda y te daba un par de minutos de diversión...
Menos recuerdos tengo del mercado donde trabajaban mis abuelos paternos. Ellos tenían pollerías y atendían un puesto de pollo en uno de los mercados más antiguos de la ciudad. Recuerdo que llegábamos los sábados a medio día a saludarlos y, como si fuera una película que retrata la mirada de un niño, solo guardo la memoria visual de la cintura para abajo de mis abuelos: recuerdo su mandil manchado, sus manos gruesas, la vitrina del puesto, el piso trabajado... Lo que con más alegría recuerdo de esas visitas es que mi abuelo, después de saludarnos, se quitaba su mandil y nos llevaba a mí y a mi hermana a un puesto de dulces; nos compraba una piñatita y le pedía a la que vendía ahí que nos la llenara de dulces mexicanos. Las sevillanas, obleas rellenas de cajeta, eran mis favoritas.
Prácticamente durante toda mi adolescencia y algunos años de mi vida adulta, pasé un par de horas de cada domingo paseando y comprando en el tianguis de la colonia en donde vivía. En esa colonia no hay mercado construido, pero el tianguis lleva mucho de lo que tenían los mercados fijos: miles de chácharas, comida deliciosa, frutas y verduras de excelente calidad y mucho, pero mucho, ambiente mexicano.
Ya con más años puedo decir de manera más concreta lo que me gusta de los mercados: los colores, los olores, la apabullante variedad de frutas y verduras que se dan en nuestra tierra, los productos que saben a caseros o a rancheros, las voces de mexicanos tratando a otros mexicanos, familias completas comprando y pasando un rato agradable, gente muy trabajadora, gente solidaria.
En algún momento de mi estancia en Italia en el que me estaba costando trabajo adaptarme y encontrar maneras de sentir esa nueva ciudad como mi hogar, decidí ir al mercado que se ponía cerca de mi residencia de estudiantes: casi por arte de magia me sentí como en casa, me sentí de nuevo en un ambiente familiar, sentí que dominaba el espacio, je, je. Tal vez esa vibra es la misma que encontramos en todos los mercados del mundo. Espero que cuando vengan a México se den tiempo para visitar un mercado: son una pieza importante de nuestra cultura y una muestra clara de nuestra dinámica social.
27 settembre 2019